jueves, 24 de abril de 2008

El último retrato de Cecilia Tovar

Página del portal de Gabriel Uribe
El último retrato de Cecilia Tovar
Novela policíaca sin muerto y sin policías.
Editorial Vericuetos, Paris, 2006
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Carátula. Ilustración: "Tarde de sombrero" del Maestro español JAIME OLIVARES

EL ULTIMO RETRATO DE CECILIA TOVAR
Resumen:
Cecilia Tovar se enamoró del artista que su esposo contrató para que le hiciera un retrato. Sin que el retrato fuera terminado se escapó con él. Su esposo, hombre riquísimo, envía a alguien a buscarla, no para obligar a la que se fue, ni para convencerla de que regrese a la casa, sino para estar informado, para saber qué puede hacer por ella. No soporta la idea de que Cecilia pueda pasar necesidades. El enviado, a quien llamaremos Sandoval, como un perseguidor, la sigue, rastreando sus huellas por todas partes: Nueva York, París, Londres, Tokio, Berlín. Descubre que la pareja vive milagrosamente de los cuadros que él pinta. Sólo que los cuadros no tienen sino un único motivo: son retratos de Cecila Tovar en poses y actitudes obscenas. Su esposo decide comprar los cuadros, todos los que existen, todos los que aparezcan (no olvidemos que es un hombre inmensamente rico). Y el enviado los va comprando, y se los envía. Pero el esposo no los ha comprado para esconderlos, sino para hacer un "museo de la infamia personal", no museo privado sino salón expuesto a todo el mundo. La película, perdón, la novela comienza cuando el enviado regresa con la solución del enigma, el verdadero motivo de Cecilia Tovar, su último retrato.

EL ULTIMO RETRATO DE CECILIA TOVAR
CAPITULO XX

LOS AMANTES EN TOKIO

El Tokio de la realidad nada tiene que ver con el de las películas, pensó Sandoval, el verdadero Tokio es una ciudad de mal gusto. Ciudad miserable y caótica, construida a las carreras por políticos ignorantes de su propia cultura, que le volvieron la espalda al país ancestral, a la belleza única del Japón antiguo. Modernizaron hasta sus bellos canales, pero sólo para convertirlos en fosos de lodo.

Se dijo que si Nueva York vivía en la exaltación contínua de los sueños de triunfo, en la total plenitud de gran capital abierta a todos los vientos, Tokio, en cambio, era una ciudad de permanente materialismo, sin sueños propios, con la única ambición de copiar ciegamente todo lo que oliera a modernismo. Todo lo que propone el occidente lo toma por bueno y lo imita, lo reproduce de una manera tan fiel que se puede tomar como el mismo original, y esto, que en la industria les ha dado riqueza, en la cultura los ha apartado de su propio espíritu, de una riqueza que estaban a punto de perderse para siempre.

La imitación, con ciertas reservas, se decía Sandoval, que no olvidaba sus años de estudiante de bellas artes, puede producir resultados honorables, pero la imitación extrema que se observaba en Tokio le hacía pensar que los habitantes todos de esa gran nación serían conducidos cada vez más lejos en la malsana proliferación del mal gusto, como empujados por la necesidad de no quedarse atrás en una competencia sin sentido con el Occidente. Fabricar mucho, en modelos reducidos y con una intesidad afiebrada se había convertido en el método de vida que hoy reemplazaba al del Japón tradicional. Todo se regía por ese principio, poco espacio y mucha materia, la diversidad total en unas cuantas pulgadas, como en los computadores cada vez más pequeños para contenidos cada vez más vastos y diversos.

Le pareció horrible, sobre todo, la arquitectura del Tokio moderno, ese revuelto de tejas de plástico en imitación madera, con columnas corintias y pilares cromados, tragaluces de vidrio polarizado, fachadas de ladrillos rojos con falsos "colombages", un mundo de latón y papel transparente. Ningún mensaje estético se podía captar en esas construcciones estrepitosas, llamativas, rápidas. Las calles, además, eran estrechas y constantemente llenas, colmadas de muro a muro como si hubiera una manifestación permanente en cada sitio.

Y hasta el vestido tradicional japonés había desaparecido, pues todos vestían a la manera occidental, todos empecinados en parecer modernos pero lamentablemente, todos, vestidos de la misma manera. Han copiado la última moda, se decía Sandoval, la han copiado apresuradamente porque no quieren perder la gran ocasión, la ocasión de ser al fin modernos. Todo el mundo viste, dice y piensa la misma cosa. En el metro, una muchacha con enormes zapatos, hablaba y se reía echando el cuerpo hacia atrás como las chicas liberadas de las películas norteamericanas en blanco y negro, y otra con botas de hombre monstruosas, con el pelo multicolor y despeinado en llamaradas, le contestaba en inglés, pero las dos eran incontestablemente asiáticas.

Su único consuelo fue ver que al menos algunos monumentos se habían salvado de la estúpida carrera hacia el Occidente, pero sólo algunos, como el Palacio Imperial o toda la Ciudad Baja, conservaban aún esa atmósfera majestuosa que desafía el tiempo. Cuando descendió por primera vez en la estación de Tokio, le pareció encontrarse en algún sitio de Amsterdam, y el mismo palacio de Akasaka se le pareció a un edificio de Berlín. Otras veces creia encontrarse en una especie de Disneylandia oriental. Buscaba lo auténtico con más ahinco que la misma pareja que estaba encargado de seguir, pero tuvo que comprobar tristemente que hasta los verdaderos monumentos japoneses parecían productos sintéticos, como cualquiera de los edificios terminados de construir.

Los comercios tenían todos el mismo tipo de avisos estruendosos, de colores chillones como los que ya había visto en los barrios de Nueva York, las marcas de productos también eran las mismas. Recordaba que para encontrar la dirección del pintor (con los datos ya en la mano) tuvo que recurrir a un policía, pues le resultó imposible orientarse por las ceremoniosas indicaciones que le daban los viandantes o por la señalización de las calles, todo le parecía mensajes ambiguos, signos codificados de algún ritual secreto, alejados de toda racionalidad. Una ciudad extravagante y sin embargo humana. Pero un día, cuando supo que un anciano que creía haber perdido el honor, en lugar de cumplir con el harakiri tradicional para lavar la afrenta se tiró al paso del tren, Sandoval se dijo que esto ya era el colmo del frenesí de imitación. Lo único que les faltaba era que el hijo del emperador se encerrara en su cuarto a meditar ante el espejo, sin decidirse entre ser o no ser.

En las noches, Sandoval, con el pretexto que se daba a sí mismo de seguir buscando la pareja, se iba a la más concurrida ciudad nocturna del oeste : Shinjuku. Era un barrio de negocios en el día, un prostíbulo efervescente en la noche. "Muchachas de servicio" o "Flores de estiércol", eran las únicas categorías existentes para escoger entre las hembras de ese mundo de sensualidad, donde Sandoval, sin embargo, creyó encontrar todavía algo, aunque muy oculto, casi vergonzoso, del Japón de ayer : su erotismo tradicional, el mejor ejemplo asiático junto con las artes de la guerra. En ese sector apartado del mundo diurno pero igualmente productivo, los edificios estaban dispuestos como hileras de platos en la mesa de magia de algún prestidigitador y, como los platos, sus motivos, a pesar de uniformes, eran especializados, en uno los restaurantes, en el siguiente bares, en el otro "flores" de las que ya sabemos o simplemente "muchachas".

Pero los perfumes callejeros esparcían la misma fragancia que puede encontrarse ante el mostrador selecto de una perfumería parisina, nada de olores fuertes ni de mezclas saturadas, ninguna "chinasería" que denunciara su pertenencia al milenario continente. Como ustedes pueden ver, en un sitio sitio así, todo creyó Sandoval menos que pudiera encontrar a la pareja. No la encontró, efectrivamente, sino que más bien fue al contrario, lo encontraron.

Iba por una calle y en sentido contrario venía una mujer. Los dos se miran. Ninguno de los dos sabe quién es el otro. Pero son dos occidentales en una ciudad asiática. Hablan. Entonces Sandoval se entera de que ella también es colombiana, como él, y, lo más sorprendente, es la mujer de un pintor. Sandoval, al comienzo, no puede creer que se trate de Cecilia. De manera que para sorprenderla, porque la mujer le ha gustado, y para continuar la conversación, le habla de una pareja, colombianos los dos, en la que él es pintor y ella es su única modelo. La mujer dice : "Soy yo". Se verán otras veces.

Al pintor, en cambio, Sandoval no lo ve nunca. Siempre que se encuentra con la mujer, ésta le dice que el pintor está trabajando. Lo dejan en paz. Sandoval, desplegando sus mejores dotes de actor, logra convencer a la mujer sin gran esfuerzo de que es coleccionista de obras de arte, coleccionista por temperamento, por gusto personal. Ella le propone entonces que conozca el taller. Le habla de precios, desde luego, y Sandoval ve que negociando directamente con ella obtendrá una ganancia todavía mayor y, sobre todo, no dejará que se le escape ninguno de los cuadros. Visita el taller. Y descubre otra cosa, instrutiva también aunque dolorosa : el reflejo de una vida de veras miserable, pues lo que vio en ese taller no era la extremada pobreza asiática, no, era la miseria baja y sin atributos, la grosera indingencia occidental trasladada al Japón. Al pintor, Sandoval apenas le ve la cara. No sólo el pintor le vuelve la espalda al visitante que quiere comprarle todos los cuadros, sino que, según ve Sandoval, ese hombre ya no es un artista, le ha vuelto la espalda también a la vida. Lo que hace no es arte, es una hábil mecánica. Pero, ¿no es eso en el fondo el arte?, se pregunta el antiguo estudiante de pintura. ¿Darle la espalda a la vida y refugirse en el otro lado de la existencia? No se demora mucho en ese antro apacible de biombos multicolores y paredes corredizas con telas ya terminadas apiladas por todos lados.

Pero luego ve a la mujer, en varias ocasiones. Ella le habla, le cuenta lo que es su vida miserable. Ni una palabra en cambio de lo de antes, de su vida allá, en su tierra (que es la tierra de Sandoval) ni de su pasado (que es un pasado que Sandoval conoce). Sandoval sigue descubriendo esa vida, la del pintor y su amante, la tristeza de un arte que ya no tiene sentido. Pero sobre todo esa otra vida, la de ella, que tiene aún menos sentido que la del pintor. El pintor al menos pinta, bebe y duerme. Trabaja sin descanso, dice ella, ya no tiene tiempo para sueños, para crear, para amar, para nada.

Sandoval está seguro de que ni siquiera toca a su mujer cuando deja al fin a un lado los pinceles. Ya no le interesa la mujer de carne y hueso, sólo tiene existencia para él la otra, la que cada vez irá apareciendo en los cuadros. Su vida es miseria, advierte el joven, sin embargo hay que reconocer que su arte es cada vez más depurado, fruto de una actividad intensa, apasionada aunque incompresible, es algo de vetras extraño, inquietante, que de alguna manera lo ha liberado del mundo.

Recordaría Sandoval por el resto de sus días que en el ruinoso taller de Tokio no olía a viejo sino a pintura. Todo olía a los colores que por todas partes se veían desparramados, tubos a medio terminar por el suelo, tubos exprimidos, terminados, manchas rojas, azules, trazos negros en las paredes como planos de ciudades extrañas, y sobre todo montones de telas ya usadas, de telas donde parecían haberse acumulado los colores que faltaban en los tubos junto con todo el trabajo extraído al esfuerzo del pintor que, como lo estuvo viendo Sandoval con la atención absorta del incrédulo, seguía, concentrado, con la mirada salvaje dirigida furiosamente hacia la modelo, respirando fuerte como en plena carrera, con una agitación de bestia enjaulada, y de vez en cuando deteniéndose, contemplando, juzgando, dando consignas severas: "más abierta esa pierna", o "así no, caída la mano, caída de este lado"; y la mujer le obedecía, con humildad y con una condescendencia y una aceptación pasivas, fatalistas, sin amor ya, para Sandoval intolerables. Pero lo que Sandoval descubrió sobre todo en ese taller fue la distancia, una distancia que antes le había parecido imposible, incomprensible, la distancia que había entre la mujer de carne y hueso que era Cecilia y la otra, la que trazo tras trazo iba apareciendo en el cuadro, en todos los cuadros, ya que también en los anteriores, de eso él estaba seguro, lo desmedido de lo representado no tenía nada que ver con la naturalidad desprevenida de lo mostrado con toda inocencia por la modelo. Colocándose tras el pintor, Sandoval sentía entonces, mirándolo trabajar sin que el otro tuviera conciencia de esa existencia extraña a sus espaldas, experimentaba, la energía de los trazos con que el pintor pasaba de la realidad a la tela, línea tras línes, una mujer que en el taller, como modelo, no se diferenciaba de las otras, pero que en cambio ya en la tela era el resumen de toda la sensualidad y la voluptuosidad que podía tomar forma en una sola criatura sobre la tierra. Bastaba ese instante de furia creadora para que los rasgos ingenuos, todavía frescos de Cecilia, fueran transformados en las muecas lascivas, incitantes de la mujer del cuadro. Sandoval la miró con todos sus ojos -no la del cuadro sino la de carne y hueso-, como si quisiera recordarla para siempre, la miró de veras tal cual ella era, ella que, a pesar de las poses y los gestos que su amante la obligaba a adoptar, seguía teniendo el aire de mujer sencilla de pueblo. Pues viviendo ahora con un amante que la ignoraba, Cecilia, no había dejado un sólo instante de ser la jovencita suave y delicada, llena de sueños, que se casó un día con el rico Villanueva. Aquella vez, fastidiado por la estupidez del pintor, Sandoval prefirió irse.

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27 Sept. 2008
Nota de lectura sobre EL ULTIMO RETRATO DE CECILIA TOVAR
Cronopios. Diario virtual para hombres y mujeres de palabra
Fundado en 1990 – Martes 11 de julio 2006 ignacioramire@zcable.net.co
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El último retrato de Cecilia Tovar
Gabriel Uribe – Escritor colombiano, Residente en Estrasburgo – Francia
Por Lina María Pérez Gaviria, Lectora y escritora

"París se vive, se siente, se respira, París no se cuenta. Es una ciudad que basta con nombrarla". Así nos lo dice un personaje de esta novela editada por Vericuetos. Con esta pincelada se alude a ese espacio de emociones contenido en la palabra París en donde puede uno no haber estado nunca para sentirla parte de vivencias estéticas y vitales y por eso no hay que nombrarla. El libro me llegó desde Estrasburgo. Lo escribió y lo gozó el narrador colombiano Gabriel Uribe Carreño, santandereano del 47. Desde que leí su cuento Al filo de la escritura , publicado en Francia en Cuentos colombianos del siglo XXI (2005) y en CRONOPIOS, sentí que quería conocerlo. Me las arreglé para conseguir Maquiavelo en Verona (1998) su primera novela, uno de esos libros entrañables que se intercambian con lectores de los buenos.

En El último.... la prosa sencilla de Uribe nos plantea desde el principio un suspenso contenido que surte un efecto de encantamiento y nos va conduciendo por la historia de Cecilia, una mujer joven inmersa en unas circunstancias ajenas a su condición de bella rústica casada con el rico de un pueblo caribeño que ha tenido el capricho de encargar un retrato de su esposa. El lector es seducido por un lenguaje llano, directo, que habla, insinúa, dibuja y fluye sin aspavientos, sin retóricas, sin falsedades. Por eso la atmósfera, el tono poético, los personajes, las descripciones del pueblo, la mirada a las grandes ciudades, tienen la gracia de quien da el valor al contar, al decir, al nombrar, al insinuar. Y el lector, cómplice del sensible artista que tiene a su cargo la amorosa tarea de pintar a la esposa del millonario se deja llevar por un territorio estético en el que el Arte, el verdadero, no se tranza con nada. Cecilia se va dibujando ante nuestros ojos con pinceladas de colores, líneas y palabras y somos nosotros, en juego con nuestra sensibilidad, con nuestra capacidad de captar la imaginación del pintor-autor, los que construimos la fugacidad de Cecilia que se hace rasgo, cuerpo, piel y lujuria, en nuestra propia imaginación.

Y lo de juego no es un decir: Uribe aprovecha la huella cortazariana para proponernos varios ejercicios estéticos de lectura: leer la novela en sentido inverso, es decir empezando por el capítulo final o hacerlo en un orden aleatorio.

Vericuetos es un sueño editorial que se hace palabra en Francia para difundir la literatura que se escribe en lengua española. Hasta ahora ha realizado 89 publicaciones. 70 en su colección Escargot au galop, de poesía, novela, ensayo y cuento, y 19 números de la revista. Sale cada vez que los lectores empujan el entusiasmo de sus promotores y cuando los escritores deciden que sus textos están listos para meterse en los vericuetos de esa dinámica particular y mágica entre la literatura que se hace cuerpo y alma en los lectores.
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9:08 - 0 Comentarios - 0 Punto/s - Comentar
HOMENAJE A RAFAEL HUMBERTO MORENO DURAN
Estado de ánimo actual: entusiasmado/a
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Recordado Ignacio, ahí te envío las palabras para Rafael Humberto, y no sabes cuánto te agradezco que me hayas brindado esta oportunidad de concretizar algo que desde hace años para mí tenía más visos de sueño que de cosa posible.

Como podrás ver, no lo pude escribir sin mencionar cosas que son el alma del asunto. Lo ideal hubiera sido escribirlo en clave, para publicarlo, pero entonces el homenaje hubiera perdido su mejor razón de ser y hubiera quedado sin efecto.

El inconveniente no es mío, ni de Rafael Humberto (me parece), los escritores vivimos tantas vidas que terminamos por traspapelar la vergüenza, sino Myriam, porque qué culpa tiene ella de que...

Otra cosa, y discúlpame tantas molestias, si consideras útil agregar un email al artículo sobre Rulfo, te propongo el siguiente :

g.uribecarreno@yahoo.fr

Claro que tú puedes seguir utilizando el de siempre, que es el mismo que le puedes dar a Rafael Humberto si él lo quiere.

Un abrazo muy fuerte,

Gabriel

HOMENAGE SECRETO DE UN ADMIRADOR INDISCRETO

Recordado Rafael Humberto :

Sabía yo que no podía dejar pasar el momento de rendir a mi manera homenaje al escritor, y era consciente igualmente de que no iba a tener la ocasión, pero los dioses siempre velan por los desvelados que viven en torno a la escritura y así fue como, ante la simple mención de tu nombre, el CRONOPIO Ignacio Ramírez me abrió esta ventana, portezuela mágica, para comunicarme contigo.

En cuatro largas décadas nos hemos visto tres veces, nada más, veces que sin duda tú no recuerdas, o apenas, pero que por otros mecanismos de la memoria yo conservo con la testarudez de las cosas que nos hacen falta. La primera vez, y figúrate Rafael Humberto, imagina si no era dorada la época, tendrías, igual que yo, un poco más de veinte años. Por motivos completamente fortuitos, acompañé a una persona que tenía que entregarte algo, una carta o una razón o unos papeles, no recuerdo, cosas de trabajo en todo caso porque tú tenías un cargo en Colseguros, creo, y fuimos allá con este amigo. Nos recibió y nos despachó en seguida, por falta de tiempo, un joven dinámico y lleno de decisión, pero con cierta nota arrogante que iba más allá de la seguridad en sí mismo y tocaba, rozaba felinamente la seguridad propia de los otros. El personaje (yo no sabía que eras tú, claro) desapareció de mis recuerdos, hasta que, igualmente de manera fortuita, Myriam (que yo no sabía que fuera tu hermana) me dijo una tarde en que estábamos citados para ir al cine, primero tengo que ver a Rafael Humberto, mi hermano, y te esperamos, y se estaba haciendo un poco tarde para el cine, pero Myriam decía él no demora porque es de los que están siempre a la hora. Y así fue. Estuviste a la hora acordada con Myriam y, digo yo, señalada por el destino, porque a pesar de que el tiempo apuraba, a pesar de que teníamos que irnos en seguida porque la película era de las que había que ver cuanto antes, después de las primeras frases que cambiamos (y sobre todo después del susto, óyeme bien, cuando descubrí que el dichoso hermano de Myriam era el mismo joven que ya había visto yo en otras circunstancias) se me reveló un personaje colmado con esa simpatía discreta y sabia de los que han madurado temprano, y sobre todo alguien dotado con los atributos tranquilizadores de los que en aquellos tiempos llamábamos, para resumir en nuestra jerga regional, un "buena papa". Hubiera querido en aquel momento que el cine fuera más tarde o que hubieras llegado más temprano (todavía estamos, en mi recuerdo, en la Carrera Décima con Veinte, frente a la vitrina de Salvat Editores -donde yo iría a trabajar el año siguiente, imagínate las figuras que teje el destino), pero la impaciencia de Myriam por la película que íbamos a perdernos y la timidez mía nos impidieron haber seguido conversando hasta que se nos agotaran todas las palabras del día. Sobra decirte que en los días siguientes supe cosas de tí desde el ángulo privilegiado de un miembro de la familia que era todo admiración por ese hermano que, de eso ella estaba segurísima, iba, perdón, era ya escritor. Me habló de tus tres novelas, escritas por soltar la mano (y ese gesto de tu hermana, esa suficiencia en la manera de decirlo, esa seguridad que sin duda tú le comunicabas, le daba a ella, en ese justo momento, el aire adorable que acompaña los gestos que jamás se olvidan), y yo, que escondía entonces como una falta gratuita en lo más íntimo de mi ánimo mi gana de ser escritor, tuve un corrientazo de celos y de admiración. Y cuando muchos años después (no nos engañemos, ha pasado el tiempo) Julio Olaciregui en París me habló con entusiasmo de tu trilogía, yo pensé en Myriam y en tus manuscritos para soltar la mano y le contesté que no la había leído aún pero que la conocía ya, las tres novelas, como si de alguna manera hubiera sido testigo privilegiado de su sabia composición. Yo no conocía aún la materia de esas ficciones pero conocía y conservaba, con celosa posesión, la huella del halo frágil que las concibió, por haberlo detectado de manera infalible (los culpables se reconocen entre ellos) aquella tarde de cita sin importancia para una cosa tan repetida como es una película. De manera que con ésta ya van dos, las veces que nos hemos visto. La tercera, fíjate Rafael Humberto, de la tercera si no tengo ningún recuerdo. Quiero creer que tuvo lugar, pero no recuerdo dónde, ni cómo fue ni por qué motivos. Trato de juntar mis recuerdos, pero no me llegan con la fidelidad necesaria para sacar de entre ellos el hilo que me hace falta. Y me digo entonces que si ese tercer encuentro no tuvo lugar aún es porque pertenece al futuro y será sólo cuestión de oportunidad y de darle tiempo al tiempo. Sé que mientras estabas en España yo estuve en Venezuela y para cuando regresaste a Colombia yo me había residenciado en Francia, por largo tiempo (ahí estoy todavía, desde hace 25 años, aunque simpre con la maleta del retorno lista por si el destino me trae el boleto de vuelta), sé que todo lo que has publicado no sólo ha permitido aglutinar un nuevo tipo de público lector sino que tu presencia ha favorecido, con el calor y la energía que te anima, la aparición de nuevas vocaciones. Sé que lo que las letras colombianas te deben no es una deuda mesurable porque tu entrega fue sin reservas y con toda la fe y la voz segura de aquel joven orgulloso, el mismo que cuando vi por primera vez, la vez del encuentro fortuito por cosas de trabajo, le oí decir, sin jactancia pero con un total dominio de sus haberes, mi tiempo no tiene precio. Y lo has demostrado, Rafael Humberto, pues cuesta imaginar que el tiempo, ese demonio adverso de las cosas humanas, a ti te haya rendido tanto. Pendiente siempre de tu periplo literario y del curso que le estás señalando a nuestras letras, seguiré atento a tus pasos que son, que han sido, sin que tú lo sepas, como los pasos familiares de un angel amigo, y alimentando esa amistad, acrecida sin cesar aunque orientada en un solo sentido, con todo lo que le ha hecho falta hasta ahora. Estas que lees son cosas que estaban ahí desde hace años, esperando su momento para convertirse en palabras. Ya están dichas y desde ya están tiñendo, para mí, los días por venir de una tonalidad diferente. Pero con todo y el destello provocado por tus éxitos, con todo lo que de admirable pueda coronar tu carrera, y todo lo que de necesario y obligado para con mi propia conciencia de escribidor resultara, esta carta y sus palabras íntimas no hubieran brotado sin la presencia de Myriam, porque todo pasó por ella y gracias a ella. Para tu hermana, entonces, el más precioso de mis recuerdos. Sobre todo no la dejes que no me recuerde, que teníamos la edad que no vuelve, la indiferencia por el mundo, el porvenir como hierba silvestre regada por todos lados, y un amor que no exigía nada porque no esperaba recompensas, era un don, una especie de límpido amanecer para vivirlo en gracia. Dile que la veo como si la tuviera presente, con su uniforme azul de Inscredial, cuando estaban construyendo la urbanización Quriguá, y verás que ella me recordará como yo fui entonces, como espero haber quedado en su memoria, ese muchacho flaco y desgarbado, de pocas palabras, atareado leyendo novelas a escondidas en la oficina que a veces compartíamos, el joven de porte secreto, rara vez locuaz, pero siempre irreverente, sobre todo cuando hablábamos a solas, cuando nos reíamos del prójimo porque nos creíamos diferentes, pero sin malicia y sin maldad, sino con un ardor constante, con un culto sin reservas por la vida y por las cosas, aún las más insignificantes y pasajeras, de la vida. Dile que el tiempo que compartimos pasó pero no se fue completamente. Y dile... bueno no le digas nada más, que con eso debe ser suficiente para que me recuerde. Para terminar, Rafael Humberto, te digo que esta carta no va sola sino con un abrazo muy recio, el de la solidaridad entre machos y el de la complicidad entre inventores de mundos diversos, de otras verdades. Para estar seguro de que ésta, mi verdad expresada en estas líneas, no es una invención más del tejedor de historias secretas, sólo espero que me contestes, no ahora mismo ni mañana sino no importa cuándo, dentro de diez años o dentro de un mes, o una hora es decir cuando el buen tiempo y el ánimo te lo aconsejen. Quizá entonces empiecen a delinearse las circunstancias irreversibles de nuestro tercer encuentro.

Con indeclinable amistad,

Gabriel


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